Publicado el 10/8/1990 12:00:00 AM Revista Semana –
El secuestro y asesinato de Julián golpean de nuevo a una de las familias más prominentes de Colombia. La patrulla del Cuerpo Elite de la Policía, estaba buscando a Pablo Escobar.

Los servicios de inteligencia habían recibido una información, según la cual el jefe del Cartel de Medellín se encontraba en la zona de Puerto Triunfo. Accidentalmente, el destacamento llegó a una casona donde la respuesta a las primeras indagaciones fue un tiroteo que se prolongó durante horas. Según el relato de los efectivos de la Policía que tomaron parte en el operativo, después de la infinita balacera, un hombre gritó que tenía un niño y que estaba dispuesto a matarlo.
El silencio reinó en el ambiente. A los pocos segundos el hombre salió por la puerta. Llevaba al niño y lo tenía encañonado. A gritos explicó que se trataba del hijastro de Julián Echavarría Lince, el se cuestrado más buscado de Colombia. Para tratar de salvar al niño, uno de los policías se ofreció como rehén. El secuestrador, como garantia de que no tuviera armas escondidas, le exigió que se desvistiera. Este accedió y en paños menores se acercó a la pareja.
Los tres caminaron hasta una enramada suficientemente distante como para garantizar la huida. Antes de desaparecer, el delincuente dijo que tan pronto se habían sentido rodeados, habían dado la orden de matar a Julián Echavarria. Esta, hasta ahora, es la versión oficial de un episodio confuso en el cual murieron doce secuestradores y un secuestrado. El hecho enlutó una vez más a la familia colombiana que más victimas ha tenido en ese horripilante delita del secuestro, que comenzó en el país a mediados de la década de los 60.
Hace casi 20 años, un tio abuelo de Julián, don Diego Echavarría Misas, fue objeto de un crimen similar. El 8 de agosto de 1971 a la entrada de su casa de El Castillo en Medellín, el automóvil en el cual viajaba el patriarca fue abordado por unos hombres. Un mes y medio después, apareció su cadáver en una finca cercana a un barrio que llevaba el nombre de Alejandro Echavarría, su padre.
Los secuestradores pertenecían a la banda del «Mono» Trejos y el rapto y asesinato de don Diego causaron una conmoción similar, sólo comparable a la generada por el caso de don Oliverio Lara, quien tuvo un fin semejante. Frente a este delito, la posición de don Diego, era radical. Ocho días antes de la retención, había dicho a sus amigos «si a mi me secuestran que me maten, pero no paguen ni un peso». Desde entonces circula el rumor según el cual la familia Echavarría habría hecho un pacto interno para que, pasara lo que pasara, no cedería a presiones de secuestradores. Y aunque la existencia del pacto no se ha podido confirmar, lo que si es seguro es que hasta la fecha la familia Echavarría no ha pagado un centavo por un secuestro.
No obstante, 18 años más tarde, en la carretera a Santa Elena, en la misma zona en donde fue enterrado el cadaver de don Diego, el turno fue para doña Elena Olarte de Echavarría (esposa de Carlos J.) y su hija María Elena. Díez días después fueron liberadas por los cuerpos de seguridad en el barrio Antioquia de Medellín, de manos de delincuentes comunes.
Al cabo de pocos meses, el 27 de enero de 1989, fue secuestrado Norman Echavarría, cuando salia de un almuezo en el Club Campestre de Medellín en compañía de un amigo de la familia, el norteamericano Michael Reiff. Su liberación ocurrió díez días después en una finca en Robledo, en el occidente de Medellín, cuando las autoridades los rescataron sanos y salvos.
Tal vez el más espectacular de todos, por las implicaciones que tuvo, fue el secuestro, el 17 de diciembre pasado, de Patricia Echavarría y su hija Dina, hija y nieta del industrial Elkin Echavarría Olózaga, consuegro del entonces presidente Barco. En ese momento había una ola de secuestros por parte de los narcotraficantes, que fue interpretada por las autoridades como un seguro de vida de Pablo Escobar, ante la cacería humana que contra él había desatado el gobierno.
Los rehenes más valiosos eran las Echavarría y el hijo del Secretario General de la Presidencia, Alvaro Diego Montoya. Esta circunstancia desembocó en la famosa carta de Los Notables, en la cual los ex-presidentes y el Cardenal Revollo hicieron un llamado a Los Extraditables para que liberaran a los rehenes como un acto humanitario, se entregaran y se sometieran a la justicia colombiana.
La respuesta llegó, ni más ni menos, que en manos de las Echavarría, quienes se la comunicaron al gobierno. En medio de posteriores malentendidos, el llamado proceso de rendición fracasó. Cuatro meses después, le tocó el turno a Julián. Según las autoridades, se trataba de otro secuestro de Pablo Escobar, y cuatro de los doce secuestradores muertos fueron identificados como pertenecientes a sus bandas.
Con este triste fin, se completaron siete secuestros de miembros de una sola familia en 27 años, dos de los cuales terminaron trágicamente. Aunque en los úItimos días el apellido Echavarría fue asociado de nuevo con el secuestro, lo cierto es que históricamente lo ha sido a la historia empresarial y al progreso del país.
Publicado el 10/8/1990 12:00:00 AM Revista Semana –
Originalmente publicado en9 julio, 2020 @ 3:32 pm
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