Tito «El Gusano», uno de los bandidos reconocidos de la banda de los Priscos.
Tomado del libro de: Gilmer Mesa Sepúlveda, La Cuadra Times
Tito «El Gusano», uno de los tantos subjefes o bandidos reconocidos de la banda de los Priscos. Oscilaba entre los veintiséis años, solo le daba cuentas a los capos y mandaba sobre los matones, a quienes proveía de encargos.
Era un tipo malo pero querido en su barrio porque era el representante asequible de los malos: saludaba a todo el mundo por el nombre, recibía quejas puntuales de los vecinos, hacía fiestas bulliciosas de dos y tres días cada vez que coronaba un negocio, fiestas en las que repartía plata y regalos a los niños, y tenía personalidad y gracia, lo que hacía que la gente se sintiera cómoda en su presencia y olvidaran por un momento a qué se dedicaba realmente, era la cara amable y visible del crimen.
Tal vez por esa forma agradable de ser logró conquistar a una mujer muy alejada de su mundo. Se llamaba Betty y era costeña, además de rica y muy hermosa, vivía en un barrio de clase alta al sur de la ciudad, pero se mantenía en el barrio de su amado, sobre todo porque le gustaba el caos y el movimiento nocturno de los barrios populares, tan diferentes a las calmas, silenciosas y desalmadas noches de los barrios de ricos, donde se puede vivir toda una vida sin saludar al vecino, sin conocer absolutamente nada de sus semejantes.
Su relación iba viento en popa, ambos estaban enamorados. Nunca se supo bien qué fue lo que desencadenó la tragedia, pero las especulaciones posteriores al hecho decían que él la había descubierto en una infidelidad con un muchacho del mundo de ella, un gomelito hijo de un ganadero poderoso, y que se había encargado de protegerlo mandándolo al extranjero, donde las balas de Tito no lo alcanzaran. Ella se quedó tratando de arreglar la situación con Tito, cerca de él, donde las balas sí la alcanzaron y de qué manera.
Tito, que la amaba, le había dicho al conocerla muy en serio que era capaz de hacerse matar por defenderla, por cuidarla, y que él se partiría el cu** por darle la vida a que estaba acostumbrada, pero que nunca le iba a permitir que se la hiciera con otro, que pensara muy bien las cosas antes de meterse con él porque una vez que se metieran, él no iba a tolerar eso, que si eso llegaba a pasar, él le pegaba tres tiros en la cabeza y después se mataba. Ella a pesar de la advertencia dura, lo aceptó, quizás porque verdaderamente lo amaba.
El aviso sería una premonición a la tragedia que se abismaba. Un domingo de marzo, como a las cuatro de la tarde, un adolescente del combo de Los Priscos, de menor escala a la posición de El Gusano, llegó a la casa de Tito, pues éste lo había mandado a llamar, estaba todo enfarrao. En la vivienda se percibía un penetrante olor mezcla de aguardiente y mariguana que flotaba en el aire y se confundía momentos con la pestilencia de orines rancios que salía del baño.
Tito se encontraba rodeado de muchos de los muchachos, tirado en el sofá con la nariz untada de perico y jugueteando con una pistola 45 Sig Sauer en su mano. Estaba completamente borracho y zumbado como todos los demás. Al reconocer al adolescente lo llamó a su lado y tomándolo por el cuello le susurró:
«Parcero, yo estoy muy loco, mi negro, necesito que me haga una segunda, ahoritica va a venir esa per** hiju***** de Betty, apenas llegue me la encaleto pa la pieza porque necesito hablar con ella, pero apenas pasen diez o quince minutos vos entrás con estas gono***** que yo ya la tengo empelota y le hacen el ‘revolión’ (violación de varios hombres hacia una mujer), y apenas acaben con esa hiju***** traicionera la voy a matar». El adolescente se asombro, pensó que era una chanza de mal gusto producto de la borrachera y la traba en que estaba El Gusano, porque quitándose de encima el pesado abrazo se levantó para responderle: «Parce, ¿vos sos güe***? ¿Cómo así? Mano, no chimbiés con eso, estás muy loco, home, no digás esas vai*** ni charlando, home».
Tito bajó la cabeza, se tomó un trago de guaro que tenía servido en una copa de vidrio y le dijo: «Llave, es en serio, y te lo estoy pidiendo a vos porque estás en sano juicio y no como todos estos carechi****, que están más fumaos que yo». El adolescente dijo: «Parce, ¿qué pasó pues, mi llave?». «Nada», dijo Tito y se emperró a llorar, hablando para sí mismo, pero igual todos lo escuchaban: «Yo se lo dije a esa pu** de mi***, que no me cag***, que no me encochinara con nadie, qué hiju***** dolor tengo aquí», y se señalaba el pecho con la pistola.
El menor lo abrazó y trató de calmarlo diciéndole: No, mari** hable con ella, a la final son películas tuyas, esa china es bien, esa pelada lo quiere a lo bien». El otro se puso serio de golpe, aspiró con fuerza para dejar de llorar y le dijo al adolescente: «Men, yo no quería llegar a esto, pero lo que le estoy pidiendo no es un favor, es una orden, parcero, lo hecho, hecho está y esa piro** de hoy no pasa». El menor, haciendo un gesto de resignación, contestó: «Lo que usted diga, mijo, como vos querás, parcero», y se sirvió un guaro y encendió un cigarrillo.
La espera se dilataba entre una humareda tan espesa que se podía cortar, algunos hablaban incongruencias de ebrios, otros cabeceaban ganados por el sueño y el adolescente fumaba callado y se comía las uñas inquieto, como deseando no estar ahí, mirando a Tito, a quien le preguntó: «Parce, ¿y esa nena dijo que iba a venir?, ¿usted ya habló con ella?»; y el otro, después de darse un güelazo de perico, le contestó: «Sí, esa gono**** viene, yo hablé por teléfono con ella ahora, lo que pasa es que esa mie*** llega tarde siempre, hasta a su muerte va a llegar tarde».
Efectivamente, la muerte, que no acepta ruegos ni reclamos y siempre se sale con la suya, hizo que Betty, retrasada como siempre, llegara a cumplir su cita con ella. Traspasó la puerta que estaba abierta, se acercó a Tito con ánimo de saludarlo con un beso, pero este la rechazó ostensiblemente, se levantó y tomándola del brazo, la zarandeó diciéndole: «Vení, hablemos en la pieza», y le hizo un gesto rápido con la mano al menor, y le dijo con los labios sin proferir sonido: «Diez minutos».
Nadie habló durante ese lapso, los que estaban despiertos se miraban y agudizaban el oído tratando de escuchar lo que se decía en la alcoba, pero era inaudible. Pasado el tiempo convenido el adolescente se paró de la silla, tomó el arma de la mesita de centro y apurándose un guaro dijo mirándolos a todos: «Lo que fue, fue», luego se dirigió a la pieza y empezaron los gritos de la muchacha y los insultos. Lo que siguió fue agresividad, improperios, ofuscación, lágrimas y sangre.
Al cabo de media hora salieron todos de la pieza menos El Gusano. El menor agarró la garrafa de guaro de la mesa y gritando a todos, dijo: «Nos largamos pues, mar****, se acabó la fiesta que este man quiere estar solo, suerte pues, agonías» y en la acera se le acercó a uno del combo y le dijo: «Andá a buscar a Chicle y decile que se venga ya para acá». Adentro sonaron tres tiros secos, los muchachos se dirigieron a la esquina mientras el enviado salía en busca del arrastrador de muertos. Tito no se mató ese día como había prometido, la muerte lo alcanzó once días después, cuando olvidó abandonar un carro bomba que debía detonar a las afueras de las oficinas de un periódico local contrario a las ideas del cartel de Medellín y se estalló con él.
Originalmente publicado en19 noviembre, 2020 @ 1:19 pm