Popeye: Memorias de un sicario

Domingo 24 de Julio de 2016 – por Jhon Jairo Velásquez

Popeye, el ladero de Pablo Escobar, cuenta en un libro cómo eran los días junto al narco colombiano. Aquí se publica un fragmento de su autoría donde revela intimidades en la cárcel La Catedral, que el propio traficante mandó construir.

Nuestro apresamiento fue producto de un acuerdo entre el Estado, liderado por el presidente César Gaviria, y Pablo Escobar, con el fin de dar por terminada la política de extradición. La Catedral recibió su nombre del terreno que previamente había comprado Pablo y que figuraba como parte de la alcaldía de Envigado, Antioquía. Era un área de montaña, empinada desde la que se divisaba perfectamente el municipio de Envigado y parte de Medellín. El lugar era estratégico y Pablo lo conocía a fondo.

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Contaba con área de juegos, cocina, habitaciones de lujo a modo de falsas celdas y alojamiento para los guardias. Estaba rodeada de muros y cercas de alambre de púa electrificadas de 10.000 voltios, que ofrecían seguridad a los miembros más buscados y, obviamente, al Patrón. Pablo controlaba su encendido y apagado desde su habitación. Lucía imponente en el día, y en la noche, cuando caía la neblina era perfecta para una buena observación. ¡Propia de un capo de capos!

La intensa presión ejercida por Pablo Escobar con sus secuestros, asesinatos, carros bomba y acciones bélicas había acorralado al Estado. Así llegó el 15 de junio de 1991, cuando la Asamblea Constituyente reformó el artículo 23 de la Constitución política de Colombia y abolió la extradición de colombianos a Estados Unidos, dejando un gran alivio para una gran mayoría de colombianos, poíticos, gobernantes, empresarios, periodistas (…).

Yo ingresé a aquella casi mansión con un teléfono maletín autorizado por el Gobierno, desde donde informaba al Patrón de que todas las instalaciones estaban a su deseo y capricho. Incluso durante su construcción Pablo y yo la visitábamos muchas veces para supervisarla.

La habitación de Pablo contaba con una gran chimenea, dado que el clima era bastante frío, especialmente en las noches. Tenía «vestier», cortinas de lujo, baño privado, cama confortable, cocina independiente, estufa, nevera y horno microondas. De su amoblamiento tomó cuidado su esposa María Victoria, o, como todos la conocíamos, la Tata.

Mi celda contaba con ocho metros cuadrados, cama doble, baño con agua caliente, televisión, biblioteca y nevera. La Catedral también tenía áreas comunes: gimnasios, mesas de billar, mesas de ping pong, juegos de mesa y cancha de fútbol, donde Pablo jugaba sin derecho a perder, así le tocara jugar por espacio de cinco horas.

En medio de todo este confort, no podíamos olvidar que tanto la Policía como la DEA y la CIA nos tendrían bajo vigilancia constante. Entonces volvió a sobresalir la genialidad de Pablo. Hizo instalar un citófono al inicio de la subida de la cárcel, más o menos a unos tres kilómetros en línea, y el segundo en su habitación, El cable debía estar al aire y a la vista de todos nosotros, de modo que sus órdenes y comunicaciones no fueran interceptadas.

También contábamos con un camión 600 aprobado por el Estado. En él había un compartimento escondido donde cabían hasta seis personas. Las visitas oficiales se habían establecido los miércoles, sábados y domingo. La guardia la hacía el Ejército, pues no era prudente que lo hiciera la Policía, con la que ya habíamos librado una guerra. Los anillos de seguridad los conformaban los muchachos de Pablo. ¡La Catedral, toda una fortaleza!.

Desde allí, Pablo empezó a reconstruir el cartel de Medellín, que había resultado muy afectado, no solo en lo económico, sino también en su estructura. También desde allí Pablo dio inicio a una guerra contra el cartel de Cali, pues, habiendo tomado nota de la estrategia de Pablo y del poder que le dio la dinamita, decidieron atacar con la misma arma.

Pablo recibió información de un general de El Salvador contando que los Rodríguez habían comprado a otro militar salvadoreño unas bombas papaya, aún más poderosas porque estaban hechas con 500 libras de C4, que estaban buscando el avión AT37 para poder lanzarla desde el aire, porque, dada su letalidad y su poder de explosión, no podía ser lanzada desde un helicóptero o avioneta. En ese momento, Pablo comprendió que su fortaleza ya no era tan segura, y que aquella dinamita que durante la guerra con el Estado fue su arma letal era ahora su peor enemigo. Pablo reportó al Estado la información recibida e inmediatamente se inició la construcción de las cabañas llamadas Guayana, donde más adelante dormía él.

Pero como no todo era guerra, en La Catedral también hubo tiempo para la diversión. La chimenea de Pablo, donde ardía madera natural, producía una calorcita y un suave crepitar que invitaba al romance, envolviéndolo en un halo de misterio.

Seis señoritas más bellas que la libertad subieron en el camión, todas ellas dispuestas a ofrecer su dulzura y placer. Los gustos exóticos de Pablo no se podían hacer esperar.

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Después de un buen show lésbico, Pablo nos permitió escoger nuestra princesa y luego nosotros las llevábamos a nuestras habitaciones. Licores finos, marihuana, comida de mar y música exquisita hacían de aquella Catedral toda una mansión de ensueño, hasta que el encanto se terminaba tras dos o tres días de diversión. Todo un fortín para los hombres de la guerra.

Perdiendo un poco la compostura

El Patrón tenía un famoso maletín de accesorios para el divertimento sexual. Las lesbianas eran su debilidad y en el maravilloso maletín había toda clase de juguetes para una buena función. Modelos y reinas de belleza frecuentaban la prisión cubiertas por la clandestinidad. El Patrón despertaba en las mujeres una atracción fuerte: era un conquistador nato, buen conversador, amable, respetuoso y generoso. Nunca le conocí una mujer fea. Cuando tenía una buena pareja lésbica iba al grano y se encerraba directamente en su lujosa celda buscando la intimidad.

Para ello, contaba con una lesbiana aliada, que conquistaba mujeres jóvenes para iniciarlas en estos menesteres. La idea era que no tuvieran experiencia y que fuera su primera vez ante una mujer. La maldad y fogosidad de la lesbiana experimentada y la inocencia de la niña «virgen» enloquecían al jefe de la mafia. Entonces perdía su compostura.

El Patrón hablaba de esto sin reserva. En esos momentos, según contaba, se le olvidaba que el mundo de afuera existía. Eran los momentos de diversión del guerrero. Un cigarrillo de marihuana y media cerveza era todo lo que consumía en la rumba, siempre le gustaba tener el control de la situación. La verdad es que nunca lo vi borracho o fuera de sí (…). Estar al frente de Pablo Escobar y dentro de La Catedral era una experiencia malignamente excepcional para muchas de las mujeres que ya se iniciaban como muñecas de la mafia.

El correo iba y venía, y yo a cargo de él. Cartas de apoyo, ofertas de negocio y placer, ofertas nacionales e internacionales, ofertas de personas que podían guardar grandes cantidades de dinero en los bancos de Suiza, rutas para el narcotráfico, ofertas sicariales que dejaron muchos muertos y solicitudes de ayuda donde unos pedían casa o carro, a las que Pablo en muchas oportunidades complació. La Catedral era toda una central del crimen.

Pero como dice la canción, nada es eterno en el mundo: el presidente Gaviría y la recién abierta Fiscalía General de la Nación se cansaron de tanto exceso. Pablo y yo, que jamás aceptamos un no como respuesta a nuestros caprichos o deseos, tampoco nos hicimos esperar. Ya fortalecidos y listos para la guerra nuevamente, Pablo decidió que nos íbamos a fugar. Yo… feliz, a pesar de que el ritmo de maldad, pasión y aventura quedarían atrás.

Eran las once de la noche. Nuestra fuga estuvo planeada desde el principio, ya que, en el momento de construir La Catedral, Pablo hizo dejar en una pared cuatro ladrillos pegados con yeso, fáciles de derribar con los pies. Sólo lo conocíamos él y yo.

Ser parte de un cartel

Jhon Jairo Velásquez, Popeye, estudió hasta segundo año del bachillerato y formó parte de la Policía Nacional de Colombia y de la Escuela de Grumetes de la Marina Colombiana, las cuales abandonó. «Allí sólo me dejaron frustración, porque las armas nunca sonaron y únicamente fui aquel aprendiz que se sometió al régimen y la disciplina demagógica que terminó apagando mis sueños de guerrero y ahogando aquella voz que desde mi interior solo pedía libertad», dice uno de los sicarios más cercanos a Pablo Escobar en el prólogo de su libro, publicado por Del Nuevo Extremo.

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«Siempre he escuchado que cualquiera se puede equivocar, que errar es de humanos y que, por mucho que nos esforcemos, siempre estaremos expuestos a errores, como los que han quedado registrados en mi memoria a modo de sellos indelebles», dice Velásquez.

En el inicio del libro señala: «Uno de los elementos más disonantes de mi vida siempre ha estado allí, como una constante que no quiere desaparecer: la guerra, aquella en la no fui invitado, donde fui un soldado, un guerrero o un asesino más. Desde mi temprana infancia ya contaminada, siempre escuché en los colegios una historia incompleta de las guerras despiadadas de Colombia, de sus políticos liberales y conservadores con ansias de poder; también escuché de nuestros grandes héroes de la patria, que luchaban sin cesar por una mal llamada libertad. Jamás imaginé que tendría que vivirla en mi propia piel a lo largo de distintas etapas de mi vida»

Tras detallar cómo fue el primer encuentro con Escobar, lo describe como su «líder» que «con desmesurado poder y violencia sin límite le dio un giro a un lugar de provincias llamado Medellín para convertirlo en sitio semejante a Palermo y su mafia siciliana».

En ese «lugar», Velásquez marca que «el fenómeno económico y social del narcotráfico alcanzó a los funcionarios estatales, que se fusionaron con la criminalidad para producir una macrocriminalidad, convirtiéndose en el más grande pistoletazo que hiere de muerte a una población civil que cae más y más en la miseria, que hace correr ríos de sangre sin la esperanza de un mejor amanecer para nuestras generaciones futuras».

«Yo fui parte de aquel cruento y criminal cartel de Medellín», admite y advierte: «Decir que la guerra se acaba con el mero hecho de reducir el tráfico de drogas es un simplismo exagerado, porque solo actuaríamos en los que trafican y los que consumen, pero no afectaría a los mafiosos corporativos que, al igual que las mafias políticas, manejan todo a su conveniencia».

Sus propias confesiones, según se deja constancia en el libro, «suman más de 250 personas asesinadas por mi propia mano y 3 mil víctimas de manera indirecta». Después de 23 años y tres meses de prisión, Velásquez se encuentra en libertad condicional y vive en Medellín. «Deshacerse de un espíritu violento no es tarea fácil, solo es posible con la fe y la esperanza», dice quien fue el sicario fiel de Escobar.

El libro logró concretarlo con la ayuda de Maritza Neila Wills, a quien conoció en la cárcel, una colombiana que estudió lenguas románticas y neurolingüistica.

Fuente: lacapital.com.ar